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domingo, 4 de octubre de 2015

IMÁGENES DE SAN FRANCISCO DE ASÍS









SAN FRANCISCO DE ASÍS, FUNDADOR DE LA ORDEN DE LOS FRANCISCANOS, 4 DE OCTUBRE


Francisco de Asís, Santo
Fundador de la Orden de los Franciscanos, 4 de octubre


Por: Tere Vallés | Fuente: Catholic.net 




Memoria Litúrgica

Martirologio Romano: Memoria de san Francisco, el cual, después de una juventud despreocupada, se convirtió a la vida evangélica en Asís, localidad de Umbría, en Italia, y encontró a Cristo sobre todo en los pobres y necesitados, haciéndose pobre él mismo. Instituyó los Hermanos Menores y, viajando, predicó el amor de Dios a todos y llegó incluso a Tierra Santa. Con sus palabras y actitudes mostró siempre su deseo de seguir a Cristo, y escogió morir recostado sobre la nuda tierra († 1226).

Breve Biografía
San Francisco fue un santo que vivió tiempos difíciles de la Iglesia y la ayudó mucho. Renunció a su herencia dándole más importancia en su vida a los bienes espirituales que a los materiales.

Francisco nació en Asís, Italia en 1181 ó 1182. Su padre era comerciante y su madre pertenecía a una familia noble. Tenían una situación económica muy desahogada. Su padre comerciaba mucho con Francia y cuando nació su hijo estaba fuera del país. Las gentes apodaron al niño “francesco” (el francés) aunque éste había recibido en su bautismo el nombre de “Juan”.

En su juventud no se interesó ni por los negocios de su padre ni por los estudios. Se dedicó a gozar de la vida sanamente, sin malas costumbres ni vicios. Gastaba mucho dinero pero siempre daba limosnas a los pobres. Le gustaban las románticas tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores.

Cuando Francisco tenía como unos veinte años, hubo pleitos y discordia entre las ciudades de Perugia y Asís. Francisco fue prisionero un año y lo soportó con alegría. Cuando recobró la libertad cayó gravemente enfermo. La enfermedad fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se recuperó, decidió ir a combatir en el ejército. Se compró una costosa armadura y un manto que regaló a un caballero mal vestido y pobre. Dejó de combatir y volvió a su antigua vida pero sin tomarla tan a la ligera. Se dedicó a la oración y después de un tiempo tuvo la inspiración de vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio. Se dio cuenta que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Un día se encontró con un leproso que le pedía una limosna y le dio un beso.

Visitaba y servía a los enfermos en los hospitales. Siempre, regalaba a los pobres sus vestidos, o el dinero que llevaba. Un día, una imagen de Jesucristo crucificado le habló y le pidió que reparara su Iglesia que estaba en ruinas. Decidió ir y vender su caballo y unas ropas de la tienda de su padre para tener dinero para arreglar la Iglesia de San Damián. Llegó ahí y le ofreció al padre su dinero y le pidió permiso para quedarse a vivir con él. El sacerdote le dijo que sí se podía quedar ahí, pero que no podía aceptar su dinero. El papá de San Francisco, al enterarse de lo sucedido, fue a la Iglesia de San Damián pero su hijo se escondió. Pasó algunos días en oración y ayuno. Regresó a su pueblo y estaba tan desfigurado y mal vestido que las gentes se burlaban de él como si fuese un loco. Su padre lo llevó a su casa y lo golpeó furiosamente, le puso grilletes en los pies y lo encerró en una habitación (Francisco tenía entonces 25 años). Su madre se encargó de ponerle en libertad y él se fue a San Damián. Su padre fue a buscarlo ahí y lo golpeó y le dijo que volviera a su casa o que renunciara a su herencia y le pagara el precio de los vestidos que había vendido de su tienda. San Francisco no tuvo problema en renunciar a la herencia y del dinero de los vestidos pero dijo que pertenecía a Dios y a los pobres. Su padre le obligó a ir con el obispo de Asís quien le sugirió devolver el dinero y tener confianza en Dios. San Francisco devolvió en ese momento la ropa que traía puesta para dársela a su padre ya que a él le pertenecía. El padre se fue muy lastimado y el obispo regaló a San Francisco un viejo vestido de labrador que tenía al que San Francisco le puso una cruz con un trozo de tiza y se lo puso.


San Francisco partió buscando un lugar para establecerse. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuera un mendigo. Unas personas le regalaron una túnica, un cinturón y unas sandalias que usó durante dos años.

Luego regresó a San Damián y fue a Asís para pedir limosna para reparar la Iglesia. Ahí soportó las burlas y el desprecio. Una vez hechas las reparaciones de San Damián hizo lo mismo con la antigua Iglesia de San Pedro. Después se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, de los benedictinos, que estaba en una llanura cerca de Asís. Era un sitio muy tranquilo que gustó mucho a San Francisco. Al oir las palabras del Evangelio “...No lleven oro....ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo..”, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con su túnica sujetada con un cordón. Comenzó a hablar a sus oyentes acerca de la penitencia. Sus palabras llegaban a los corazones de sus oyentes. Al saludar a alguien, le decía “La paz del Señor sea contigo”. Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros.

San Francisco tuvo muchos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. Su primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle que era un rico comerciante de Asís que vendió todo lo que tenía para darlo a los pobres. Su segundo discípulo fue Pedro de Cattaneo. San Francisco les concedió hábitos a los dos en abril de 1209.

Cuando ya eran doce discípulos, San Francisco redactó una regla breve e informal que eran principalmente consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Después de varios años se autorizó por el Papa Inocencio III la regla y les dio por misión predicar la penitencia.

San Francisco y sus compañeros se trasladaron a una cabaña que luego tuvieron que desalojar. En 1212, el abad regaló a San Francisco la capilla de Porciúncula con la condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. Él la aceptó pero sólo prestada sabiendo que pertenecía a los benedictinos. Alrededor de la Porciúncula construyeron cabañas muy sencillas. La pobreza era el fundamento de su orden. San Francisco sólo llegó a recibir el diaconado porque se consideraba indigno del sacerdocio. Los primeros años de la orden fueron un período de entrenamiento en la pobreza y en la caridad fraterna. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajo suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta. El fundador les había prohibido aceptar dinero. Se distinguían por su gran capacidad de servicio a los demás, especialmente a los leprosos a quienes llamaban “hermanos cristianos”. Debían siempre obedecer al obispo del lugar donde se encontraran. El número de compañeros del santo iba en aumento.

Santa Clara oyó predicar a San Francisco y decidió seguirlo en 1212. San Francisco consiguió que Santa Clara y sus compañeras se establecieran en San Damián. La oración de éstas hacía fecundo el trabajo de los franciscanos.

San Francisco dio a su orden el nombre de “Frailes Menores” ya que quería que fueran humildes. La orden creció tanto que necesitaba de una organización sistemática y de disciplina común. La orden se dividió en provincias y al frente de cada una se puso a un ministro encargado “del bien espiritual de los hermanos”. El orden de fraile creció más alla de los Alpes y tenían misiones en España, Hungría y Alemania. En la orden habían quienes querían hacer unas reformas a las reglas, pero su fundador no estuvo de acuerdo con éstas. Surgieron algunos problemas por esto porque algunos frailes decían que no era posible el no poseer ningún bien. San Francisco decía que éste era precisamente el espíritu y modo de vida de su orden.

San Francisco conoció en Roma a Santo Domingo que había predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia.

En la Navidad de 1223 San Francisco construyó una especie de cueva en la que se representó el nacimiento de Cristo y se celebró Misa.

En 1224 se retiró al Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. La única persona que lo acompañó fue el hermano León y no quiso tener visitas. Es aquí donde sucedió el milagro de las estigmas en el cual quedaron impresas las señales de la pasión de Cristo en el cuerpo de Francisco. A partir de entonces llevaba las manos dentro de las mangas del hábito y llevaba medias y zapatos. Dijo que le habían sido reveladas cosas que jamás diría a hombre alguno. Un tiempo después bajo del Monte y curó a muchos enfermos.

San Francisco no quería que el estudio quitara el espíritu de su orden. Decía que sí podían estudiar si el estudio no les quitaba tiempo de su oración y si no lo hacían por vanidad. Temía que la ciencia se convirtiera en enemiga de la pobreza.

La salud de San Francisco se fue deteriorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaron y ya casi había perdido la vista. En el verano de 1225 lo llevaron con varios doctores porque ya estaba muy enfermo. Poco antes de morir dictó un testamento en el que les recomendaba a los hermanos observar la regla y trabajar manualmente para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. Al enterarse que le quedaban pocas semanas de vida, dijo “¡Bienvenida, hermana muerte!”y pidió que lo llevaran a Porciúncula. Murió el 3 de octubre de 1226 después de escuchar la pasión de Cristo según San Juan. Tenía 44 años de edad. Lo sepultaron en la Iglesia de San Jorge en Asís.

Son famosas las anécdotas de los pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Señor, del conejillo que no quería separarse de él y del lobo amansado por el santo. Algunos dicen que estas son leyenda, otros no.

San Francisco contribuyó mucho a la renovación de la Iglesia de la decadencia y el desorden en que había caído durante la Edad Media. El ayudó a la Iglesia que vivía momentos difíciles.

¿Qué nos enseña la vida de San Francisco?

Nos enseña a vivir la virtud de la humildad. San Francisco tuvo un corazón alegre y humilde. Supo dejar no sólo el dinero de su padre sino que también supo aceptar la voluntad de Dios en su vida. Fue capaz de ver la grandeza de Dios y la pequeñez del hombre. Veía la grandeza de Dios en la naturaleza.

Nos enseña a saber contagiar ese entusiasmo por Cristo a los demás. Predicar a Dios con el ejemplo y con la palabra. San Francisco lo hizo con Santa Clara y con sus seguidores dando buen ejemplo de la libertad que da la pobreza.

Nos enseña el valor del sacrificio. San Francisco vivió su vida ofreciendo sacrificios a Dios.

Nos enseña a vivir con sencillez y con mucho amor a Dios. Lo más importante para él era estar cerca de Dios. Su vida de oración fue muy profunda y era lo primordial en su vida.

Fue fiel a la Iglesia y al Papa. Fundó la orden de los franciscanos de acuerdo con los requisitos de la Iglesia y les pedía a los frailes obedecer a los obispos.

Nos enseña a vivir cerca de Dios y no de las cosas materiales. Saber encontrar en la pobreza la alegría, ya que para amar a Dios no se necesita nada material.

Nos enseña lo importante que es sentirnos parte de la Iglesia y ayudarla siempre pero especialmente en momentos de dificultad.

miércoles, 22 de julio de 2015

EL CRUCIFIJO QUE HABLÓ A SAN FRANCISCO



El crucifijo que habló a san Francisco 

Asís, Italia



Historia de san Francisco y descripción del crucifijo 



Por: Fr. Tomás Gálvez | Fuente: fratefrancesco.org 




Una experiencia que marcó a Francisco para toda su vida

Un día de otoño de 1205, mientras oraba, el Señor le prometió a Francisco que pronto daría respuesta a sus preguntas. A los pocos días, paseando por los alrededores de Asís, pasó junto a la antigua iglesia de San Damián y, conmovido por su estado de inminente ruína, entró a rezar, arrodillándose con reverencia y respeto ante la imagen de Cristo crucificado que presidía sobre el altar. Y, estando allí, le invadió, más que otras veces, un gran consuelo espiritual. Con los ojos arrasados en lágrimas, pudo ver como el Señor le hablaba desde la cruz y le decía: "Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Anda, pues, y repárala".

Tembloroso y sorprendido, él contestó: "De muy buena gana lo haré, Señor". Luego se ensimismó y quedó como arrebatado, en medio de la iglesia vacía. Fue tal el gozo y tanta la claridad que recibió con aquellas palabras, que le pareció que era el mismo Cristo crucificado quien le había hablado.

Todos los biógrafos coinciden en calificar de éxtasis o visión la experiencia de San Damián. Santa Clara escribe que fue una "visita del Señor", que lo llenó de consuelo y le dió el impulso decisivo para abandonar definitivamente el mundo. A esta visión parece referirse San Buenaventura, cuando refiere que el santo, tras el encuentro con el leproso, estando en oración en un lugar solitario, tras muchos gemidos e insistentes e inefables súplicas, mereció ser escuchado y se le manifestó el Señor en la cruz. Y se conmovió tanto al verlo, y de tal modo le quedó grabada en el corazón la pasión de Cristo, que, desde entonces, a duras penas podía contener las lágrimas y los gemidos al recordarla, según confió él mismo, antes de morir. Y entendió que eran para él aquellas palabras del Evangelio: "Si quieres venir en pos de mí, niégate a ti mismo, toma tu cruz y sígueme" (Mt 16, 24).

Tomás de Celano y los Tres Compañeros sitúan esta experiencia en San Damián. Según ellos, cuando el Señor le habló desde el crucifijo, Francisco experimentó un cambio interior que ni él mismo acertaba a describir. El corazón se le quedó tan llagado y derretido de amor por el recuerdo de la pasión, que desde entonces llevó grabadas en su interior las llagas de Cristo, mucho antes de que se le manifestaran en la carne. Por eso, añade San Buenaventura, "ponía sumo cuidado en mortificar la carne, para que la cruz de Cristo que llevaba impresa dentro de su corazón rodease también su cuerpo por fuera. Todo eso lo practicaba ya cuando aún no se había apartado del mundo, ni en el vestir ni en la manera de vivir". Se refiere a un cilicio, a un tejido muy basto, hecho de gruesos nudos, que empezó a llevar ceñido a la cintura, debajo de la ropa. Desde entonces será tal su austeridad, y tantas las mortificaciones a lo largo de su vida, que, sano o enfermo, apenas condescendió en darse gusto, hasta el extremo de reconocer, poco antes de morir, que había tratado con poco miramiento al "hermano cuerpo".

Descripción del crucifijo de San Damián

El crucifijo que habló a Francisco es hoy uno de los más conocidos y reproducidos del mundo. Se trata de un icono románico-bizantino del s. XII, de autor umbro desconocido y clara influencia sirio-oriental. Es de madera de nogal recubierta con una basta tela, sobre la que pintaron con colores vivos las figuras de Cristo y otros personajes de la Pasión. Sin el pedestal, mide 2’10 metros de alto por 1’30 de ancho.

En 1257, cuando las clarisas abandonaron San Damián, se lo llevaron consigo al nuevo monasterio de Santa Clara construido para ellas en Asís , donde lo conservaron durante siglos en la sacristía. En 1958, 20 años después de ser restaurado por Rosario Aliano, fue expuesto al público en la capilla de San Jorge. Después del terremoto de septiembre de 1997 el icono ha sido sometido a una nueva restauración, y allí sigue expuesto a la devoción de todos, libre ya del vidrio y del marco que antes lo contenía.

He aquí algunas claves para comprender el significado de este icono bizantino del siglo XII:

El Cristo de San Damián está vivo y sin corona de espinas, pues es el Cristo resucitado y glorioso que ha vencido a la muerte.

El paño de lino orlado de oro recuerda las vestiduras de los sacerdotes del Antiguo Testamento (Ex 28, 42).

Su postura expresa un gesto de acogida y parece abrazar a todo el universo.

Sus ojos no miran al espectador, sino que se dirigen al Padre, invitándonos también a nosotros a hacer lo mismo mediante la conversión.

Los 33 personajes que lo rodean representan la comunión de los santos de todos los tiempos.

Jesús, con los pies sobre fondo negro, parece que asciende del abismo.

La sangre de Cristo chorrea sobre los personajes que lo rodean, para indicar que han sido lavados y salvados por su Pasión.

La sangre de los pies cae sobre seis personajes apenas reconocibles, que podrían ser: San Juan Bautista, San Miguel, San Pablo y San Pedro, San Damián y San Rufino, patrón de Asís.

En cada extremo de los brazos transversales de la cruz hay tres ángeles que muestran a Cristo: son los mensajeros de la Buena Noticia.

Los personajes bajo los brazos de Jesús están todos en la luz, son hijos de la luz.

Tienen todos la misma estatura, pues son "hombres perfectos", que han alcanzado "plenamente la talla de Cristo" (Ef 4, 13).

Si se mira bien, sus rostros son como el de Cristo, pues en ellos ha sido restaurada la "imagen y semejanza de Dios" original.

Juan y María están en el puesto de honor, a la derecha de Cristo. El discípulo muestra y recoge la sangre del costado de Cristo. María manifesta dolor, pero también serenidad y admiración por la resurrección y por el nuevo hijo que su Hijo le acaba de encomendar.

El manto blanco de la Virgen simboliza pureza, y las piedras preciosas que lo adornan son los dones del Espíritu Santo. El vestido rojo oscuro representa el amor. La túnica morada bajo el vestido recuerda que María es la nueva Arca de la Alianza (la del Antiguo Testamento estaba cubierta con un paño de ese color).

A la izquierda de Jesús están Maria Madgalena y María de Santiago, que parecen preguntarse: ¿Quién nos abrirá el sepulcro?. Junto a ellas, el Centurión confiesa la humanidad y divinidad de Cristo: "Verdaderamente, este hombre era el Hijo de Dios".

Detrás del Centurión asoma el rostro de quien encargó el crucifijo y otras tres personas que evocan al Pueblo de Dios.

Bajo los personajes mayores, hay dos pequeños, uno a cada lado, que representan a los romanos y judíos que crucificaron a Jesús: el romano es un soldado con la lanza y la esponja.

A la izquierda de las piernas de Cristo se ve el gallo de Pedro, que recuerda nuestra debilidad e invita a la vigilancia. Pero también simboliza al sol naciente, Cristo, cuya luz se difunde por toda la tierra.

Sobre la tablilla con la inscripción "Rex iudeorum", en un círculo rojo, vemos a Cristo que sube al cielo, vestido de blanco, con estola dorada y una cruz luminosa en la mano, señal de victoria. El círculo expresa perfección y representa la plenitud de la gloria, donde lo reciben diez ángeles festivos.

La mano del Padre, en lo más alto del crucifijo, se encuentra en un semicírculo. La otra mitad no se puede ver, pues Dios Padre no tiene rostro, es un misterio.
San Juan Pablo II oró ante la Cruz de San Damián y ante la tumba de santa Clara (Asís, 1993)

Imágenes: Capilla de San Damián y Crucifijo: fratefrancesco.org

sábado, 4 de octubre de 2014

SAN FRANCISCO DE ASÍS, FUNDADOR DE LOS FRANCISCANOS, 4 DE OCTUBRE


Autor: Tere Fernández | Fuente: Catholic.net 
Francisco de Asís, San
Fundador de la Orden de los Franciscanos, 4 de octubre.

 Francisco de Asís, San
Fundador de la Orden de los Frailes Menores (OFM), conocidos como los franciscanos
Octubre 4



San Francisco fue un santo que vivió tiempos difíciles de la Iglesia y la ayudó mucho. Renunció a su herencia dándole más importancia en su vida a los bienes espirituales que a los materiales. 

Francisco nació en Asís, Italia en 1181 ó 1182. Su padre era comerciante y su madre pertenecía a una familia noble. Tenían una situación económica muy desahogada. Su padre comerciaba mucho con Francia y cuando nació su hijo estaba fuera del país. Las gentes apodaron al niño “francesco” (el francés) aunque éste había recibido en su bautismo el nombre de “Juan.” 

En su juventud no se interesó ni por los negocios de su padre ni por los estudios. Se dedicó a gozar de la vida sanamente, sin malas costumbres ni vicios. Gastaba mucho dinero pero siempre daba limosnas a los pobres. Le gustaban las románticas tradiciones caballerescas que propagaban los trovadores. 

Cuando Francisco tenía como unos veinte años, hubo pleitos y discordia entre las ciudades de Perugia y Asís. Francisco fue prisionero un año y lo soportó con alegría. Cuando recobró la libertad cayó gravemente enfermo. La enfermedad fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se recuperó, decidió ir a combatir en el ejército. Se compró una costosa armadura y un manto que regaló a un caballero mal vestido y pobre. Dejó de combatir y volvió a su antigua vida pero sin tomarla tan a la ligera. Se dedicó a la oración y después de un tiempo tuvo la inspiración de vender todos sus bienes y comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio. Se dio cuenta que la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos. Un día se encontró con un leproso que le pedía una limosna y le dio un beso.

Visitaba y servía a los enfermos en los hospitales. Siempre, regalaba a los pobres sus vestidos, o el dinero que llevaba. Un día, una imagen de Jesucristo crucificado le habló y le pidió que reparara su Iglesia que estaba en ruinas. Decidió ir y vender su caballo y unas ropas de la tienda de su padre para tener dinero para arreglar la Iglesia de San Damián. Llegó ahí y le ofreció al padre su dinero y le pidió permiso para quedarse a vivir con él. El sacerdote le dijo que sí se podía quedar ahí, pero que no podía aceptar su dinero. El papá de San Francisco, al enterarse de lo sucedido, fue a la Iglesia de San Damián pero su hijo se escondió. Pasó algunos días en oración y ayuno. Regresó a su pueblo y estaba tan desfigurado y mal vestido que las gentes se burlaban de él como si fuese un loco. Su padre lo llevó a su casa y lo golpeó furiosamente, le puso grilletes en los pies y lo encerró en una habitación (Francisco tenía entonces 25 años). Su madre se encargó de ponerle en libertad y él se fue a San Damián. Su padre fue a buscarlo ahí y lo golpeó y le dijo que volviera a su casa o que renunciara a su herencia y le pagara el precio de los vestidos que había vendido de su tienda. San Francisco no tuvo problema en renunciar a la herencia y del dinero de los vestidos pero dijo que pertenecía a Dios y a los pobres. Su padre le obligó a ir con el obispo de Asís quien le sugirió devolver el dinero y tener confianza en Dios. San Francisco devolvió en ese momento la ropa que traía puesta para dársela a su padre ya que a él le pertenecía. El padre se fue muy lastimado y el obispo regaló a San Francisco un viejo vestido de labrador que tenía al que San Francisco le puso una cruz con un trozo de tiza y se lo puso.

San Francisco partió buscando un lugar para establecerse. En un monasterio obtuvo limosna y trabajo como si fuera un mendigo. Unas personas le regalaron una túnica, un cinturón y unas sandalias que usó durante dos años.
Luego regresó a San Damián y fue a Asís para pedir limosna para reparar la Iglesia. Ahí soportó las burlas y el desprecio. Una vez hechas las reparaciones de San Damián hizo lo mismo con la antigua Iglesia de San Pedro. Después se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, de los benedictinos, que estaba en una llanura cerca de Asís. Era un sitio muy tranquilo que gustó mucho a San Francisco. Al oir las palabras del Evangelio “...No lleven oro....ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo..”, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente con su túnica sujetada con un cordón. Comenzó a hablar a sus oyentes acerca de la penitencia. Sus palabras llegaban a los corazones de sus oyentes. Al saludar a alguien, le decía “La paz del Señor sea contigo”. Dios le había concedido ya el don de profecía y el don de milagros. 
San Francisco tuvo muchos seguidores y algunos querían hacerse discípulos suyos. Su primer discípulo fue Bernardo de Quintavalle que era un rico comerciante de Asís que vendió todo lo que tenía para darlo a los pobres. Su segundo discípulo fue Pedro de Cattaneo. San Francisco les concedió hábitos a los dos en abril de 1209.

Cuando ya eran doce discípulos, San Francisco redactó una regla breve e informal que eran principalmente consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Después de varios años se autorizó por el Papa Inocencio III la regla y les dio por misión predicar la penitencia. 

San Francisco y sus compañeros se trasladaron a una cabaña que luego tuvieron que desalojar. En 1212, el abad regaló a San Francisco la capilla de Porciúncula con la condición de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. Él la aceptó pero sólo prestada sabiendo que pertenecía a los benedictinos. Alrededor de la Porciúncula construyeron cabañas muy sencillas. La pobreza era el fundamento de su orden. San Francisco sólo llegó a recibir el diaconado porque se consideraba indigno del sacerdocio. Los primeros años de la orden fueron un período de entrenamiento en la pobreza y en la caridad fraterna. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajo suficiente, solían pedir limosna de puerta en puerta. El fundador les había prohibido aceptar dinero. Se distinguían por su gran capacidad de servicio a los demás, especialmente a los leprosos a quienes llamaban “hermanos cristianos”. Debían siempre obedecer al obispo del lugar donde se encontraran. El número de compañeros del santo iba en aumento.
Santa Clara oyó predicar a San Francisco y decidió seguirlo en 1212. San Francisco consiguió que Santa Clara y sus compañeras se establecieran en San Damián. La oración de éstas hacía fecundo el trabajo de los franciscanos.

San Francisco dio a su orden el nombre de “Frailes Menores” ya que quería que fueran humildes. La orden creció tanto que necesitaba de una organización sistemática y de disciplina común. La orden se dividió en provincias y al frente de cada una se puso a un ministro encargado “del bien espiritual de los hermanos”. El orden de fraile creció más alla de los Alpes y tenían misiones en España, Hungría y Alemania. En la orden habían quienes querían hacer unas reformas a las reglas, pero su fundador no estuvo de acuerdo con éstas. Surgieron algunos problemas por esto porque algunos frailes decían que no era posible el no poseer ningún bien. San Francisco decía que éste era precisamente el espíritu y modo de vida de su orden. 

San Francisco conoció en Roma a Santo Domingo que había predicado la fe y la penitencia en el sur de Francia. 
En la Navidad de 1223 San Francisco construyó una especie de cueva en la que se representó el nacimiento de Cristo y se celebró Misa. 
En 1224 se retiró al Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. La única persona que lo acompañó fue el hermano León y no quiso tener visitas. Es aquí donde sucedió el milagro de las estigmas en el cual quedaron impresas las señales de la pasión de Cristo en el cuerpo de Francisco. A partir de entonces llevaba las manos dentro de las mangas del hábito y llevaba medias y zapatos. Dijo que le habían sido reveladas cosas que jamás diría a hombre alguno. Un tiempo después bajo del Monte y curó a muchos enfermos.
San Francisco no quería que el estudio quitara el espíritu de su orden. Decía que sí podían estudiar si el estudio no les quitaba tiempo de su oración y si no lo hacían por vanidad. Temía que la ciencia se convirtiera en enemiga de la pobreza. 

La salud de San Francisco se fue deteriorando, los estigmas le hacían sufrir y le debilitaron y ya casi había perdido la vista. En el verano de 1225 lo llevaron con varios doctores porque ya estaba muy enfermo. Poco antes de morir dictó un testamento en el que les recomendaba a los hermanos observar la regla y trabajar manualmente para evitar la ociosidad y dar buen ejemplo. Al enterarse que le quedaban pocas semanas de vida, dijo “¡Bienvenida, hermana muerte!”y pidió que lo llevaran a Porciúncula. Murió el 3 de octubre de 1226 después de escuchar la pasión de Cristo según San Juan. Tenía 44 años de edad. Lo sepultaron en la Iglesia de San Jorge en Asís.

Son famosas las anécdotas de los pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Señor, del conejillo que no quería separarse de él y del lobo amansado por el santo. Algunos dicen que estas son leyenda, otros no.

San Francisco contribuyó mucho a la renovación de la Iglesia de la decadencia y el desorden en que había caído durante la Edad Media. El ayudó a la Iglesia que vivía momentos difíciles.


¿Qué nos enseña la vida de San Francisco?

Nos enseña a vivir la virtud de la humildad. San Francisco tuvo un corazón alegre y humilde. Supo dejar no sólo el dinero de su padre sino que también supo aceptar la voluntad de Dios en su vida. Fue capaz de ver la grandeza de Dios y la pequeñez del hombre. Veía la grandeza de Dios en la naturaleza.

Nos enseña a saber contagiar ese entusiasmo por Cristo a los demás. Predicar a Dios con el ejemplo y con la palabra. San Francisco lo hizo con Santa Clara y con sus seguidores dando buen ejemplo de la libertad que da la pobreza. 

Nos enseña el valor del sacrificio. San Francisco vivió su vida ofreciendo sacrificios a Dios.

Nos enseña a vivir con sencillez y con mucho amor a Dios. Lo más importante para él era estar cerca de Dios. Su vida de oración fue muy profunda y era lo primordial en su vida.
Fue fiel a la Iglesia y al Papa. Fundó la orden de los franciscanos de acuerdo con los requisitos de la Iglesia y les pedía a los frailes obedecer a los obispos.

Nos enseña a vivir cerca de Dios y no de las cosas materiales. Saber encontrar en la pobreza la alegría, ya que para amar a Dios no se necesita nada material. 

viernes, 3 de octubre de 2014

ORACIÓN POR LA PAZ - SAN FRANCISCO DE ASÍS



ORACIÓN POR LA PAZ
San Francisco de Asís 

Oh Señor, hazme instrumento de tú paz.
Donde hay odio, que yo lleve el Amor.
Donde hay ofensa, que yo lleve el Perdón.
Donde hay discordia, que yo lleve la Unión.
Donde hay duda, que yo lleve la Fé.
Donde hay error, que yo lleve la Verdad.
Donde hay desesperación, que yo lleve la Esperanza.
Donde hay tristeza, que yo lleve la Alegría.
Donde están las tinieblas, que yo lleve la Luz.
Oh Maestro, haced que yo no busque tanto:
Ser consolado, sino consolar.
Ser comprendido, sino comprender.
Ser amado, sino amar.

Porque:

Es dando, que se recibe.
Perdonando, que se es perdonado
Muriendo, que se resucita a la Vida Eterna.

IMÁGENES DE SAN FRANCISCO DE ASÍS - 4 DE OCTUBRE
































viernes, 4 de octubre de 2013

SAN FRANCISCO DE ASÍS Y EL LOBO DE GUBBIO


San Francisco y el lobo de Gubbio
Cómo San Francisco amansó, por virtud divina,
un lobo ferocísimo
(Florecillas de San Francisco, Capítulo XXI)

En el tiempo en que San Francisco moraba en la ciudad de Gubbio, apareció en la comarca un grandísimo lobo, terrible y feroz, que no sólo devoraba los animales, sino también a los hombres; hasta el punto de que tenía aterrorizados a todos los habitantes, porque muchas veces se acercaba a la ciudad. Todos iban armados cuando salían de la ciudad, como si fueran a la guerra; y aun así, quien topaba con él estando solo no podía defenderse. Era tal el terror, que nadie se aventuraba a salir de la ciudad.

San Francisco, movido a compasión de la gente del pueblo, quiso salir a enfrentarse con el lobo, desatendiendo los consejos de los habitantes, que querían a todo trance disuadirle. Y, haciendo la señal de la cruz, salió fuera del pueblo con sus compañeros, puesta en Dios toda su confianza. Como los compañeros vacilaran en seguir adelante, San Francisco se encaminó resueltamente hacia el lugar donde estaba el lobo. Cuando he aquí que, a la vista de muchos de los habitantes, que habían seguido en gran número para ver este milagro, el lobo avanzó al encuentro de San Francisco con la boca abierta; acercándose a él, San Francisco le hizo la señal de la cruz, lo llamó a sí y le dijo:

-- ¡Ven aquí, hermano lobo! Yo te mando, de parte de Cristo, que no hagas daño ni a mí ni a nadie.

¡Cosa admirable! Apenas trazó la cruz San Francisco, el terrible lobo cerró la boca, dejó de correr y, obedeciendo la orden, se acercó mansamente, como un cordero, y se echó a los pies de San Francisco. Entonces, San Francisco le habló en estos términos:

-- Hermano lobo, tú estás haciendo daño en esta comarca, has causado grandísimos males, maltratando y matando las criaturas de Dios sin su permiso; y no te has contentado con matar y devorar las bestias, sino que has tenido el atrevimiento de dar muerte y causar daño a los hombres, hechos a imagen de Dios. Por todo ello has merecido la horca como ladrón y homicida malvado. Toda la gente grita y murmura contra ti y toda la ciudad es enemiga tuya. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer las paces entre tu y ellos, de manera que tú no les ofendas en adelante, y ellos te perdonen toda ofensa pasada, y dejen de perseguirte hombres y perros.

Ante estas palabras, el lobo, con el movimiento del cuerpo, de la cola y de las orejas y bajando la cabeza, manifestaba aceptar y querer cumplir lo que decía San Francisco. Díjole entonces San Francisco:

-- Hermano lobo, puesto que estás de acuerdo en sellar y mantener esta paz, yo te prometo hacer que la gente de la ciudad te proporcione continuamente lo que necesitas mientras vivas, de modo que no pases ya hambre; porque sé muy bien que por hambre has hecho el mal que has hecho. Pero, una vez que yo te haya conseguido este favor, quiero, hermano lobo, que tú me prometas que no harás daño ya a ningún hombre del mundo y a ningún animal. ¿Me lo prometes?

El lobo, inclinando la cabeza, dio a entender claramente que lo prometía. San Francisco le dijo:

-- Hermano lobo, quiero que me des fe de esta promesa, para que yo pueda fiarme de ti plenamente.

Tendióle San Francisco la mano para recibir la fe, y el lobo levantó la pata delantera y la puso mansamente sobre la mano de San Francisco, dándole la señal de fe que le pedía. Luego le dijo San Francisco:

-- Hermano lobo, te mando, en nombre de Jesucristo, que vengas ahora conmigo sin temor alguno; vamos a concluir esta paz en el nombre de Dios.

El lobo, obediente, marchó con él como manso cordero, en medio del asombro de los habitantes. Corrió rápidamente la noticia por toda la ciudad; y todos, grandes y pequeños, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, fueron acudiendo a la plaza para ver el lobo con San Francisco. Cuando todo el pueblo se hubo reunido, San Francisco se levantó y les predicó, diciéndoles, entre otras cosas, cómo Dios permite tales calamidades por causa de los pecados; y que es mucho más de temer el fuego del infierno, que ha de durar eternamente para los condenados, que no la ferocidad de un lobo, que sólo puede matar el cuerpo; y si la boca de un pequeño animal infunde tanto miedo y terror a tanta gente, cuánto más de temer no será la boca del infierno. «Volveos, pues, a Dios, carísimos, y haced penitencia de vuestros pecados, y Dios os librará del lobo al presente y del fuego infernal en el futuro.»

Terminado el sermón, dijo San Francisco:

-- Escuchad, hermanos míos: el hermano lobo, que está aquí ante vosotros, me ha prometido y dado su fe de hacer paces con vosotros y de no dañaros en adelante en cosa alguna si vosotros os comprometéis a darle cada día lo que necesita. Yo salgo fiador por él de que cumplirá fielmente por su parte el acuerdo de paz.

Entonces, todo el pueblo, a una voz, prometió alimentarlo continuamente. Y San Francisco dijo al lobo delante de todos:

-- Y tú, hermano lobo, ¿me prometes cumplir para con ellos el acuerdo de paz, es decir, que no harás daño ni a los hombres, ni a los animales, ni a criatura alguna?

El lobo se arrodilló y bajó la cabeza, manifestando con gestos mansos del cuerpo, de la cola y de las orejas, en la forma que podía, su voluntad de cumplir todas las condiciones del acuerdo. Añadió San Francisco:

-- Hermano lobo, quiero que así como me has dado fe de esta promesa fuera de las puertas de la ciudad, vuelvas ahora a darme fe delante de todo el pueblo de que yo no quedaré engañado en la palabra que he dado en nombre tuyo.

Entonces, el lobo, alzando la pata derecha, la puso en la mano de San Francisco. Este acto y los otros que se han referido produjeron tanta admiración y alegría en todo el pueblo, así por a devoción del Santo como por la novedad del milagro y por la paz con el lobo, que todos comenzaron a clamar al cielo, alabando y bendiciendo a Dios por haberles enviado a San Francisco, el cual, por sus méritos, los había librado de la boca de la bestia feroz.

El lobo siguió viviendo dos años en Gubbio; entraba mansamente en las casas de puerta en puerta, sin causar mal a nadie y sin recibirlo de ninguno. La gente lo alimentaba cortésmente, y, aunque iba así por la ciudad y por las casas, nunca le ladraban los perros. Por fin, al cabo de dos años, el hermano lobo murió de viejo; los habitantes lo sintieron mucho, ya que, al verlo andar tan manso por la ciudad, les traía a la memoria la virtud y la santidad de San Francisco.

lunes, 30 de septiembre de 2013

ORACIONES A SAN FRANCISCO DE ASÍS
















BIOGRAFÍA DE SAN FRANCISCO DE ASÍS - 4 DE OCTUBRE


San Francisco de Asís 
4 de Octubre

 Historia de su Vida

Dicen que a San Francisco lo declaró santo el pueblo, antes de que el Sumo Pontífice le concediera ese honor, y que si se hace una votación entre los cristianos (aún entre los protestantes) todos están de acuerdo en declarar que es un verdadero santo. Todos, aun los no católicos, lo quieren y lo estiman.

Nació en Asís (Italia) en 1182. Su madre se llamaba Pica y fue sumamente estimada por él durante toda su vida. Su padre era Pedro Bernardone, un hombre muy admirador y amigo de Francia, por la cual le puso el nombre de Francisco, que significa: "el pequeño francesito". Cuando joven a Francisco lo que le agradaba era asistir a fiestas, paseos y reuniones con mucha música. Su padre tenía uno de los mejores almacenes de ropa en la ciudad, y al muchacho le sobraba el dinero. Los negocios y el estudio no le llamaban la atención. Pero tenía la cualidad de no negar un favor o una ayuda a un pobre siempre que pudiera hacerlo. Tenía veinte años cuando hubo una guerra entre Asís y la ciudad de Perugia. Francisco salió a combatir por su ciudad, y cayó prisionero de los enemigos. La prisión duró un año, tiempo que él aprovechó para meditar y pensar seriamente en la vida. Al salir de la prisión se incorporó otra vez en el ejército de su ciudad, y se fue a combatir a los enemigos. Se compró una armadura sumamente elegante y el mejor caballo que encontró. Pero por el camino se le presentó un pobre militar que no tenía con qué comprar armadura ni caballería, y Francisco, conmovido, le regaló todo su lujoso equipo militar. Esa noche en sueños sintió que le presentaban en cambio de lo que él había obsequiado, unas armaduras mejores para enfrentarse a los enemigos del espíritu.

Francisco no llegó al campo de batalla porque se enfermó y en plena enfermedad oyó que una voz del cielo le decía: "¿Por qué dedicarse a servir a los jornaleros, en vez de consagrarse a servir al Jefe Supremo de todos?". Entonces se volvió a su ciudad, pero ya no a divertirse y parrandear sino a meditar en serio acerca de su futuro. La gente al verlo tan silencioso y meditabundo comentaba que Francisco probablemente estaba enamorado. Él comentaba: "Sí, estoy enamorado y es de la novia más fiel y más pura y santificadora que existe". Los demás no sabían de quién se trataba, pero él sí sabía muy bien que se estaba enamorando de la pobreza, o sea de una manera de vivir que fuera lo más parecida posible al modo totalmente pobre como vivió Jesús. Y se fue convenciendo de que debía vender todos sus bienes y darlos a los pobres. Paseando un día por el campo encontró a un leproso lleno de llagas y sintió un gran asco hacia él. Pero sintió también una inspiración divina que le decía que si no obramos contra nuestros instintos nunca seremos santos. Entonces se acercó al leproso, y venciendo la espantosa repugnancia que sentía, le besó las llagas. Desde que hizo ese acto heroico logró conseguir de Dios una gran fuerza para dominar sus instintos y poder sacrificarse siempre a favor de los demás. Desde aquel día empezó a visitar a los enfermos en los hospitales y a los pobres. Y les regalaba cuanto llevaba consigo.

Un día, rezando ante un crucifijo en la iglesia de San Damián, le pareció oír que Cristo le decía tres veces: "Francisco, tienes que reparar mi casa, porque está en ruinas". Él creyó que Jesús le mandaba arreglar las paredes de la iglesia de San Damián, que estaban muy deterioradas, y se fue a su casa y vendió su caballo y una buena cantidad de telas del almacén de su padre y le trajo dinero al Padre Capellán de San Damián, pidiéndole que lo dejara quedarse allí ayudándole a reparar esa construcción que estaba en ruinas. El sacerdote le dijo que le aceptaba el quedarse allí, pero que el dinero no se lo aceptaba (le tenía temor a la dura reacción que iba a tener su padre, Pedro Bernardone) Francisco dejó el dinero en una ventana, y al saber que su padre enfurecido venía a castigarlo, se escondió prudentemente. Pedro Bernardone demandó a su hijo Francisco ante el obispo declarando que lo desheredaba y que tenía que devolverle el dinero conseguido con las telas que había vendido. El prelado devolvió el dinero al airado papá, y Francisco, despojándose de su camisa, de su saco y de su manto, los entregó a su padre diciéndole: "Hasta ahora he sido el hijo de Pedro Bernardone. De hoy en adelante podré decir: Padrenuestro que estás en los cielos". El Sr. Obispo le regaló el vestido de uno de sus trabajadores del campo: una sencilla túnica, de tela ordinaria, amarrada en la cintura con un cordón. Francisco trazó una cruz con tiza, sobre su nueva túnica, y con ésta vestirá y pasará el resto de su vida. Ese será el hábito de sus religiosos después: el vestido de un campesino pobre, de un sencillo obrero.

Se fue por los campos orando y cantando. Unos guerrilleros lo encontraron y le dijeron: "¿Usted quién es? – Él respondió: - Yo soy el heraldo o mensajero del gran Rey". Los otros no entendieron qué les quería decir con esto y en cambio de su respuesta le dieron una paliza. Él siguió lo mismo de contento, cantando y rezando a Dios. Después volvió a Asís a dedicarse a levantar y reconstruir la iglesita de San Damián. Y para ello empezó a recorrer las calles pidiendo limosna. La gente que antes lo había visto rico y elegante y ahora lo encontraba pidiendo limosna y vestido tan pobremente, se burlaba de él. Pero consiguió con qué reconstruir el pequeño templo. La Porciúncula. Este nombre es queridísimo para los franciscanos de todo el mundo, porque en la capilla llamada así fue donde Fracisco empezó su comunidad. Porciúncula significa "pequeño terreno". Era una finquita chiquita con una capillita en ruinas. Estaba a 4 kilómetros de Asís. Los padres Benedictinos le dieron permiso de irse a vivir allá, y a nuestro santo le agradaba el sitio por lo pacífico y solitario y porque la capilla estaba dedicada a la Sma. Virgen.

En la misa de la fiesta del apóstol San Matías, el cielo le mostró lo que esperaba de él. Y fue por medio del evangelio de ese día, que es el programa que Cristo dio a sus apóstoles cuando los envió a predicar. Dice así: "Vayan a proclamar que el Reino de los cielos está cerca. No lleven dinero ni sandalias, ni doble vestido para cambiarse. Gratis han recibido, den también gratuitamente". Francisco tomó esto a la letra y se propuso dedicarse al apostolado, pero en medio de la pobreza más estricta. Cuenta San Buenaventura que se encontró con el santo un hombre a quien un cáncer le había desfigurado horriblemente la cara. El otro intentó arrodillarse a sus pies, pero Francisco se lo impidió y le dio un beso en la cara, y el enfermo quedó instantáneamente curado. Y la gente decía: "No se sabe qué admirar más, si el beso o el milagro".

El primero que se le unió en su vida de apostolado fue Bernardo de Quintavalle, un rico comerciante de Asís, el cual invitaba con frecuencia a Francisco a su casa y por la noche se hacía el dormido y veía que el santo se levantaba y empleaba muchas horas dedicado a la oración repitiendo: "mi Dios y mi todo". Le pidió que lo admitiera como su discípulo, vendió todos sus bienes y los dio a los pobres y se fue a acompañarlo a la Porciúncula. El segundo compañero fue Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de Asís. El tercero, fue Fray Gil, célebre por su sencillez. Cuando ya Francisco tenía 12 compañeros se fueron a Roma a pedirle al Papa que aprobara su comunidad. Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad, y viviendo de las limosnas que la gente les daba. En Roma no querían aprobar esta comunidad porque les parecía demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un cardenal dijo: "No les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en el evangelio". Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a vivir en pobreza, en oración, en santa alegría y gran fraternidad, junto a la iglesia de la Porciúncula. Dicen que Inocencio III vio en sueños que la Iglesia de Roma estaba a punto de derrumbarse y que aparecían dos hombres a ponerle el hombro e impedir que se derrumbara. El uno era San Francisco, fundador de los franciscanos, y el otro, Santo Domingo, fundador de los dominicos. Desde entonces el Papa se propuso aprobar estas comunidades.

A Francisco lo atacaban a veces terribles tentaciones impuras. Para vencer las pasiones de su cuerpo, tuvo alguna vez que revolcarse entre espinas. Él podía repetir lo del santo antiguo: "trato duramente a mi cuerpo, porque él trata muy duramente a mi alma".
Clara, una joven muy santa de Asís, se entusiasmó por esa vida de pobreza, oración y santa alegría que llevaban los seguidores de Francisco, y abandonando su familia huyó a hacerse moja según su sabia dirección. Con santa Clara fundó él las hermanas clarisas, que tienen hoy conventos en todo el mundo.

Francisco tenía la rara cualidad de hacerse querer de los animales. Las golondrinas le seguían en bandadas y formaban una cruz, por encima de donde él predicaba. Cuando estaba solo en el monte una mirla venía a despertarlo con su canto cuando era la hora de la oración de la medianoche. Pero si el santo estaba enfermo, el animalillo no lo despertaba. Un conejito lo siguió por algún tiempo, con gran cariño. Dicen que un lobo feroz le obedeció cuando el santo le pidió que dejara de atacar a la gente.

Francisco se retiró por 40 días al Monte Alvernia a meditar, y tanto pensó en las heridas de Cristo, que a él también se le formaron las mismas heridas en las manos, en los pies y en el costado. Los seguidores de San Francisco llegaron a ser tan numerosos, que en el año 1219, en una reunión general llamado "El Capítulo de las esteras", se reunieron en Asís más de cinco mil franciscanos. Al santo le emocionaba mucho ver que en todas partes aparecían vocaciones y que de las más diversas regiones le pedían que les enviara sus discípulos tan fervorosos a que predicaran. Él les insistía en que amaran muchísimo a Jesucristo y a la Santa Iglesia Católica, y que vivieran con el mayor desprendimiento posible hacia los bienes materiales, y no se cansaba de recomendarles que cumplieran lo más exactamente posible todo lo que manda el santo evangelio.

Francisco recorría campos y pueblos invitando a la gente a amar más a Jesucristo, y repetía siempre: "El Amor no es amado". Las gentes le escuchaban con especial cariño y se admiraban de lo mucho que sus palabras influían en los corazones para entusiasmarlos por Cristo y su religión.

Dispuso ir a Egipto a evangelizar al sultán y a los mahometanos. Pero ni el jefe musulmán ni sus fanáticos seguidores quisieron aceptar sus mensajes. Entonces se fue a Tierra Santa a visitar en devota peregrinación los Santos Lugares donde Jesús nació, vivió y murió: Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta piadosa visita suya los franciscanos están encargados desde hace siglos de custodiar los Santos Lugares de Tierra Santa. Por no cuidarse bien de las clientísimas arenas del desierto de Egipto se enfermó de los ojos y cuando murió estaba casi completamente ciego. Un sufrimiento más que el Señor le permitía para que ganara más premios para el cielo.

San Francisco, que era un verdadero poeta y le encantaba recorrer los campos cantando bellas canciones, compuso un himno a las criaturas, en el cual alaba a Dios por el sol, y la luna, la tierra y las estrellas, el fuego y el viento, el agua y la vegetación. "Alabado sea mi Señor por el hermano sol y la madre tierra, y por los que saben perdonar", etc. Le agradaba mucho cantarlo y hacerlo aprender a los demás y poco antes de morir hizo que sus amigos lo cantaran en su presencia. Su saludo era "Paz y bien".

Cuando sólo tenía 44 años sintió que le llegaba la hora de partir a la eternidad. Dejaba fundada la comunidad de Franciscanos, y la de hermanas Clarisas. Con esto contribuyó enormemente a enfervorizar la Iglesia Católica y a extender la religión de Cristo por todos los países del mundo. Los seguidores de San Francisco (franciscanos, capuchinos, clarisas, etc.) son el grupo religioso más numeroso que existe en la Iglesia Católica. El 3 de octubre de 1226, acostado en el duro suelo, cubierto con un hábito que le habían prestado de limosna, y pidiendo a sus seguidores que se amen siempre como Cristo los ha amado, murió como había vivido: lleno de alegría, de paz y de amor a Dios.

Cuando apenas habían transcurrido dos años después de su muerte, el Sumo Pontífice lo declaró santo y en todos los países de la tierra se venera y se admira a este hombre sencillo y bueno que pasó por el mundo enseñando a amar la naturaleza y a vivir desprendido de los bienes materiales y enamorados de nuestra buen Dios. Fue él quien popularizó la costumbre de hacer pesebres para Navidad.
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